8/03/2005 |
Carlos Reyes
2005
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CARTES |
Brasilinhas 2
Un barco desaparece en el muelle
Lo primero que comprobé en cuanto llegué a la lluviosa
Manaos fue que el repelente súperultra que había comprado
en Santiago para combatir a los zancudos, en realidad, no servía.
El taxista me dejó en el hotel Internacional y se esfumó rápidamente
por las callejuelas mojadas tal vez con culpa por haberme cobrado más
de la cuenta. Entré a paso rápido, puse mi mejor sonrisa
y pacté un precio no tan razonable. Luego Milton, un enano pegote,
me ayudó a llevar el bolso que sólo contenía poleras,
calcetines y ropa interior hasta mi pieza. El cuarto era enorme y olía
a metal herrumbroso, las paredes del baño estaban tapizadas por
una lama verduzca que parecía tener vida propia y jamás
me atreví a ducharme en ese recinto de baldosas palpitantes. Afuera
llovía a mares, el comercio estaba cerrado y muy pronto comenzó a
oscurecerse; sentí entonces que una enorme depresión comenzaba
a invadirme. Pero no, ese Manaos poco amable no me la iba a ganar. Procedí como
tenía establecido. Me puse zapatillas, pantalón de explorador,
polera tipo jungla, gorro australiano y antes de salir, Indiana Reyes
se bañó con el repelente anti pernilongos. Me rocié las
manos, las piernas, el cogote, los oídos, apliqué una buena
dosis en los ojos, me eché en la garganta una rociadita por si
acaso y salí a la calle. En realidad salí a nada, porque
no había nadie, ni siquiera los mosquitos, que por más
que los busco aún no veo ni uno solo. Regresé humillado
al hotel, haciéndome el guevón que no entendía cuando
la recepcionista me preguntó "cómo foi?"
La compra del pasaje y el viaje en barco desde Manaos a Santarém
(sitio intermedio entre Manaos y Belém) fue toda una proeza. En
realidad todo comenzó cuando Maribel -una morocha peruana de tetas
grandes, con cara de inca y mirada inteligente que viaja con Dani, un
suizo flaco, blanco y silencioso que anda por el mundo como pollo en
corral ajeno y que camina aferrándose a las polleras de la peruana
que lo maneja con el dedo meñique mientras le habla en un alemán
a lo Chabuca Grande-, me dijo "Carlos, el barco va salir a las cuatro
de la tarde, así es que vamos a bajar a comer al Mercado".
Eran apenas las 11:30 de la mañana. Y pensar que me había
perdido de conocer el Teatro Amazonas e ir a los igaparés a ver
la selva de verdad y que me había perdido dos o tres museos ecológicos únicos
en el mundo por hacerle caso a la pelotuda de la ventanilla que me insistió en
que el barco zarpaba puntualmente a las 11:00 A.M. Entonces opté por
la conducta imitativa. Tomé mi maletín de fotógrafo,
dejé instalada la hamaca que había tenido que comprar para
poder dormir en la cubierta dos del barco y bajé dispuesto a matar
el tiempo turisteando.
Antes de continuar con mi relato, debo explicar que mi abordaje del Jander
Filhio II no había sido nada fácil. Había comprado
el billete; había caminado por una rampla de tres cuadras que
se interna hasta la zona pre-portuaria; había tomado el bus que
traslada a los viajeros y sus maletas hasta los navíos y cuando
pisé la planchada metálica del puerto flotante no vi por
ningún lado el barco, MI BARCO. Pregunté a los estibadores,
interrogué a una señora con cara de indígena amazónica
y también le consulté a un tipo que insistía en
ofrecerme un viaje de turismo que incluía caimanes, pirañas
y Victorias Regias mientras me mostraba un álbum de fotos descoloridas
en donde se veían hombres con el brazo puesto de través
en las fauces abiertas de un yacaré hambriento y a tres mil pececitos
de dientes recién afilados con cara de querer comerse al fotógrafo.
Caminé y caminé y caminé con mis bultos bajo el
sol (ese fue el único día que paró de llover) que
quemaba como los mil demonios mientras sentía que la goma de mis
zapatillas se derretía como chicle a cada paso que daba en la
plancha caliente del muelle. Con envidia vi el flemático "Black
Prince", recién llegado de Gran Bretaña, blanco, majestuoso,
estilizado, con su diseño inconfundible entre pluma y navaja.
Mientras aguardaba a que sus 380 pasajeros fueran debidamente embaucados
por los vendedores locales, la nave parecía desprender un aroma
en que se mezclaban los olores de un genuino tabaco de pipa y una fragancia
de Chanel 5.
No. Esa escultura de hierro de ocho pisos que gozaba de aire climatizado,
no era MI BARCO. Seguí caminando bajo la canícula y pude
ver que más allá estaba atracado el Santarém. También
blanco, pero de madera y con la pintura saltada. Era más bien
un barco fluvial Garcíamarquiano como ese que aparece en "El
amor en los tiempos del cólera" aunque, en realidad, al lado
del "Black Prince" parecía una caja de fósforos
semiaplastada. No. Tampoco era MI barco. En el muelle de hierro ya no
quedaba nada más que un camión desde el cual estaban descargando
mercaderías. Me agaché para ver entre las ruedas y pude
divisar algo parecido a una embarcación. Di la vuelta por detrás
del vehículo y comprobé que ése era mi barco, sólo
que más pequeño que el tamaño del camión.
Me asomé al borde del muelle, miré hacia abajo y sólo
vi una tabla por donde subían y bajaban unos hombres que estaban
descargando unos sacos de arroz. También había una muchacha
de unos 16 años quien al parecer supervisaba las faenas. Tenía
puestos los pies sobre una mesillla enclenque sobre la cual había
un timbre, un tampón y algo así como un talonario de facturas.
Su actitud era de total aburrimiento. Como yo no tenía por dónde
abordar, le dirigí la palabra. Nada. Pico. Ni se inmutó.
Fui elevando cada vez más el volumen hasta que giró su
cabeza y me miró con el mismo interés con que una vaca
ve pasar un tren en la lejanía. Me hizo un gesto con el pulgar
indicándome que debía seguir caminando hacia la proa. Fui
hasta allá sólo para comprobar que lo único que
al parecer servía de acceso era un tablón al que se le
habían clavado unos palitos atravesados. Sin embargo, esta rústica
escalera estaba tumbada en el pasillo del barco. Por suerte alguien,
no sé quién, sin decir palabra, se apiadó de mí y
acomodó como pudo la pesada tabla. Bajé pues como un equilibrista
con mi maletín de fotógrafo en una mano y el bolso de los
calcetines en la otra. Por supuesto que nadie se percató de mi
presencia, nadie me pidió el pasaje, ni nadie me explicó dónde
y cómo tenía que colgar la cama que me había tenido
que comprar.
Esa había sido mi llegada al barco que tantos sinsabores me iba
a deparar durante tres días desde que Maribel me había
dado la mala noticia. Bajé, pues, a almorzar y al subir al muelle
un tipo del barco me dice en un portugués de puerto que en una
hora más el barco iba a estar "pra lá" mientras
me indicaba la punta del muelle. Le consulté entonces en cuánto
rato más iba a hacer el cambio y me respondió que en una
hora. "Tengo tiempo", pensé mirando el reloj, siempre
crédulo de las palabras de los demás. Y mientras trataba
de organizarme mentalmente desanduve el largo trayecto hasta el pre-puerto
con mi pesado maletín de fotógrafo al hombro haciéndole
el quite al vendedor de viajes a la selva. Pasé a comerme unas
bolitas de pescado frito con Coca-cola y luego fui a presentar mis respectivos
reclamos a la pelotuda de la oficina en donde había comprado el
billete. Fue lo mismo que hablarle a un camello que rumia pasto y que
te mira con sus ojos perdidos en la lejanía. La vendedora parecía
no comprender mi ansiedad y rabia por perder 5 valiosas horas de mi escaso
tiempo. En fin, después caminé varias cuadras bajo el sol
implacable hasta la drogaría a donde había pasado a comprar
un remedio anti malaria -que me habían recetado en Chile y que
en toda la Amazonía no existía-, pero que no me servía
porque cuando leí el papelito que venía adentro de la caja
me había dado cuenta que era un medicamento contra el cólera.
La gordita que me había vendido el remedio tenía buenas
intenciones, buscaba en los estantes, llamaba por teléfono, le
preguntaba a los otros vendedores, francamente quería ayudarme
pese a que no sabía ni pico de farmacéutica. Así es
que me despedí de ella con una sonrisa forzada y al salir busqué rápidamente
un basurero en donde tirar el remedio inútil.
Regresé pues a la planchada caliente haciendo caso omiso de las
palabras del vendedor de tours a la selva que insistía en convencerme
de las ventajas de sus pirañas. Por supuesto que el Jander Filho
II, MI BARCO, no estaba. Sentía la boca reseca, tenía los
labios partidos, los ojos irritados, el sudor me corría como miel
pegajosa por la espalda y sentía que los sesos se me derretían
como un fondue suizo. Nadie sabía nada del barco fantasma. Más
bien no había a nadie a quien preguntarle nada. Pasé una
vez más junto al pavo real blanco del "Black Prince" que
parecía sonreír socarronamente en su línea de flotación.
El tipo de las pirañas intentó acercarse pero al ver mi
cara, desistió. Salí de la zona del muelle pensando en
mi bolso de calcetines regalones, lamentando la pérdida de varios
cientos de dólares que tenía escondidos debajo de los calzoncillos.
Pensé también en el agotamiento que tenía; miré los
conteiners oxidados que se arrumaban unos sobre otros en un patio vacío
del muellle, vi los papeles sucios tirados sobre el asfalto y pensé sentarme
en un rincón y no volver a caminar nunca más...Pero el
instinto de supervivencia me llevó a pensar que el barco debería
estar en el Muelle 2 de Manaos, que quedaba a unas diez cuadras. Salí a
la calle, crucé el mercado de las carnes malolientes, pasé por
entre los puestos de frutas y verduras, me interné en la zona
oscura y fresca del mercado de hierbas, volví a pasar frente a
las cocinerías y en eso se puso a llover...otra vez más
las chuvadas...Con la polera empapada, llegué desde la calle hasta
el borde del Muelle y al asomarme vi entre la lluvia barcos, barcos y
más barcos; todos pintados de blanco y azul..."En fin"...me
dije a mí mismo...."en realidad sólo es cuestión
de buscar entre el centenar de navíos aquel que tenga el nombre
Jander Filhio II escrito primorosamente en el costado"
Carlos, o sozinho do Amazonía
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